No es fácil salir de las luces de la ciudad, tampoco es fácil sentirse segura en la oscuridad. Pero fotografiar la noche se ha convertido en la aventura más salvaje de mi vida. Me ha dado paz, asombro y el sentido de unidad más poderoso que jamás había experimentado.
En cada salida, me convierto en un animal nocturno, en una centinela. Me desplazo. Entre tinieblas acecho mi cuadro. Escucho al puma silbar, escucho al coyote aullar, a veces solo es el viento. Aseguro mi tripié y ajusto mi cámara. Respiro, confío. Dejo que mis ojos se adapten a la oscuridad total y entonces miro hacia arriba. Enfoco al infinito, a un punto de luz que ha viajado durante tanto tiempo para tocar mi lente y materializar una imagen. Cinco mil millones de años de soledad... pero esta noche no me siento sola. Mis ancestros están maravillados a mi lado, escucho su corazón latiendo junto al mío.
El misterio de la oscuridad me envuelve desde todos los rumbos. Es tan hermosa. La noche me canta los más bellos poemas, me muestra recuerdos y me entrega memorias para guardarlas en el sensor de mi cámara por generaciones y generaciones. Miro a la eternidad por un instante. Hasta que llega ese momento, justo antes del amanecer, donde todo se detiene y se siente el frío mas intenso de toda la jornada. Allá en el horizonte, el primer rayo de luz anuncia la llegada de un nuevo día. Su calor me abraza con tanto amor que deseo seguir caminando y soñando en esta vida.
No para siempre en la Tierra, sólo un momento aquí.
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